lunes, 18 de septiembre de 2017

Normales por fuera, totalmente locos por dentro. Héctor D'Alessandro

“Normales por fuera, totalmente locos por dentro”
(Recomendación para el buen vivir de un maestro budista)
El crítico Dante Gabriel Rosetti, refiriéndose irónicamente a la obra literaria “Cumbres borrascosas” dijo que su trama se desarrollaba en el infierno y que no comprendía por qué motivo la autora había colocado nombres ingleses a las locaciones geográficas de la novela. Algo similar podría decirse de “Sobre héroes y tumbas” del escritor Ernesto Sabato y su extraña locación en exteriores bonaerenses. Me ha pasado esto mismo con el tango y la cumbia. Desde muy pequeño, mi madre me enseñó a bailar el ritmo malevo y nos entregábamos a maratónicas sesiones en la sala de estar de nuestra casa en Montevideo, resbalándonos a veces con las emocionadas meadas de nuestra perrita que, alegre con nuestras evoluciones, aflojaba sus esfínteres. Sólo muy adulto tomé conciencia, dando clases de baile en España, de que la gente se detenía a escuchar el “contenido de las letras” y se entregaban a poner caras y diversas morisquetas con las que al parecer pretendían acompañar el intenso drama o melodrama que suele acompañar a las canciones de tango, de salsa y de cumbia. Mayoritariamente expresiones de extravagantes despechos amorosos. Me inquietó comprobar que, entretenidos en la escucha intelectual de la música, se perdían los requiebros a los que invitaba permanentemente cada uno de aquellos ritmos. Ritmos hechos para el movimiento y la expresión del cuerpo; recordé que de pequeño, y durante la dictadura militar que asoló nuestra República, en el colegio, a falta de tareas más interesantes que realizar, nos dedicábamos, los alumnos, y yo con particular énfasis, a la alteración sistemática de las letras “heroicas” de las marchitas y los diversos himnos militares, ejemplarizantes y patrióticos a partes desiguales, convirtiéndolos todos ellos en vulgares canciones obscenas llenas de órganos sexuales y combinaciones de los mismos tan estrafalarias como resultaba nuestro conocimiento de las actividades eróticas; de modo que, cuando se presentaba uno de los llamados “actos patrióticos” nadie podía quitarnos del rostro las sonrisas cómplices y conspirativas que nos mantenían en un rígido estatus de sonrientes oficiosos. Esta desconexión con respecto a los contenidos, en buena manera, me ha permitido bailar al son de las más diversas músicas sin que me interesara en absoluto la dramatización gestual de unos contenidos que jamás atravesaron las puertas de mi percepción musical. La posibilidad combinatoria rompe con los esquemas perceptivos y nos libera para un comportamiento del cuerpo libre de las tiranías de la doma en los rituales. Esta capacidad me orientó asimismo a escuchar cómo me están diciendo algo y no caer en el "engaño" de lo que me esta diciendo. Los adultos suelen escuchar con gesto adusto lo que se les dice; los niños oyen realmente cómo se les está diciendo algo, y lo interpretan literalmente. Cuando comencé a trabajar como coach, me resultó muy útil dejar encendido el reproductor musical cuando llegaba el cliente para la sesión: así sabía, desde el comienzo, quien vive en su mente y quien vive en su cuerpo; quien sigue el ritmo real que aquí y ahora está sonando.
Héctor D’Alessandro


martes, 5 de septiembre de 2017

La bala y la creencia. Héctor D'Alessandro



La bala y la creencia
Los reunió en un campo abierto, bajo el sol de una tarde decisiva, con el corazón lleno de esperanzas; había calculado en la penumbra vespertina de su despacho de científico la curva que describen los objetos cuando son lanzados al aire y el cálculo estaba preparado para la suposición de un lanzamiento realizado por un cañón, ese invento reciente. Galileo calculó sobre grandes hojas de papel que un objeto, contra la creencia de la época, iba disminuyendo progresivamente su velocidad y aceleración a medida que avanzaba en su desplazamiento a través de la atmósfera. El meticuloso cálculo, sometido una y otra vez a rectificaciones y verificaciones constantes, daba como resultado que, debido a la desaceleración, el objeto, en este caso del experimento se trataría de una bala de cañón, describiría una curva elíptica antes de tocar tierra nuevamente. 
La creencia manifiesta y omnipresente de su época consistía en creer que, a medida que un objeto avanzaba por el aire de la tarde o de la noche, iba siendo frenado por el desarrollo autogenerado de una pared de corpúsculos que ejercía una presión igual y contraria hasta dejar parada a la bala en el aire y precipitarla en vertiginosa vertical perpendicular a la Tierra, considerada plana.
Dispuso el científico que el coro de sabios, científicos, papas y nobles diversos, de la época, tomaran asiento en la privilegiada platea al objeto de contemplar la predicha y localmente famosa curva de tintes elípticos.
Colocado a una prudente distancia alentó el disparo dando una señal propicia y aguardó a que la mirada de la cohorte de eminentes viera lo que él había visto en ecuaciones.
Al término del corto viaje de la bala, volvió corriendo, lleno de entusiasmo a consultarlos acerca de su visión.
Inútil. Ellos vieron cómo la bala era frenada por una imaginaria pared vertical de corpúsculos que precipitaba el objeto a tierra.
Este evento tan famoso demuestra, entre otras cosas importantes, que por mucho que nos esforcemos en vencer los prejuicios personales o corporativos, hay un marco o paradigma propio de la época que nos hace ver, al menos durante un tiempo, aquello en lo que previamente creemos.
No es verdad que vemos y en consecuencia creemos.
Primero creemos, así estamos equipados neurofisiológicamente, y en consecuencia vemos aquello que ahora nuestras creencias nos permiten ver.
La luminosa ventaja de nuestra época consiste en que ahora sabemos de antemano que vemos lo que creemos y no su contrario; ahora solo falta que lo convirtamos en un modo de ser; es decir en un modo “natural” de nuestra época de hacer, sentir y pensar.
Héctor D’Alessandro