jueves, 19 de octubre de 2017

De la sabiduría de los idiotas, tradición sufí. Héctor D'Alessandro

En cierta ocasión, un alumno lleno de juventud y ambición, de los que se creen más listos que todos, se acercó a la escuela de Nasrudin; comenzó sus estudios, meditaba y aunque se distraía, el maestro lo alentaba poniendo el acento en los breves momentos en que lograba una intensa concentración, con el objetivo de que esos instantes crecieran y se estabilizaran. Notó, su larga experiencia le impedía no darse cuenta de ello, que el alumno tomaba estos intercambios de motivación como premios que se iba poniendo en el pecho. Su respiración henchida en esas cortas interacciones lo delataba; estaba deseoso de salir de la escuela cada fin de semana e ir a mostrar a su barrio todo lo que había aprendido y mostrar sus capacidades a los neófitos.
Muy pronto, los neófitos le pidieron que les enseñara a ellos esas habilidades nuevas que poseía y se puso manos a la obra de inmediato, con gran intrepidez, a hacerlo. A la  salida de cada clase se iba a repetir la lección ante su discreto auditorio. Incluso se ponía a imitar a Nasrudín, momentos en que todos reían juntos, como si se tratara de una gran gracia.
Pero, pasaba el tiempo y el alumno cada vez sabía más y cada vez quería y admiraba más y más a Nasrudin. Se sentía como un traidor y esto perturbaba sus meditaciones y afectaba de un modo notorio su actividad, tenía cara de sueño en plena tarde y no descansaba por las noches. Sus alumnos, por las cuatro monedas que le daban, le exigían con acritud más y más enseñanzas, y el malhumor crecía en ellos al ver que no podían alcanzar ni por asomo las capacidades de su pequeño maestro improvisado.
Este se amargaba, asimismo, inmerso bajo la ola de opiniones de su séquito, un grupo al que cada día detestaba más y más; sólo hacían que preguntarle “Y ¿Nasrudín, tu maestro, está casado? ¿Y no utilizará por casualidad algún instrumento mágico para la enseñanza y no te das cuenta? ¿Y no utilizará algún hipnótico truco que tu desconoces para enseñarte y tú eres tan tonto que no lo captas?
Esto último lo enardeció más que todos los otros comentarios; imagínense, ¿cómo iba a ser él un tonto? Y la misma ambición y ceguera lo convencieron de la versión en la cual él salía mejor parado. Claro, se dijo, delante de su séquito de alumnos intratables y chismosos. Eso es, tiene una vara con la cual nos enseña y la agita delante de nuestros ojos en todo momento, ahí está la clave. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Todos lo alabaron y le dijeron que era muy inteligente y brillante.
Y él se lo creyó, pero sintió paralelamente como si algo no acabara de pasarle por la garganta. Esa noche no durmió, y se la pasó planificando como robar aquella vara mágica.
Antes de que amaneciera, salió de su casa y sigilosamente se fue a la escuela de Nasrudin y con gran sigilo se dirigió a la sala de clases, donde robó la vara mágica.
En ese momento comenzaron sus tormentos. ¿Cómo haría para ejercer su maestría, ahora que tenía la clave de todo, en el mismo pueblo?
Debía marcharse, atravesar el desierto y afincarse en una nueva población donde nadie lo conociera; pero dejaría atrás a su séquito de alumnos bochincheros y chismosos.
No le importaba, con su vara mágica encantaría multitudes y ganaría grandes fortunas; además, aquellos alumnos, si bien lo pensaba —y lo pensó— se olvidarían de él en dos días; es más se reirían de él; esto le dolió. Sintió rabia y odio contra ellos, que le hacían perder tantas y tantas noches en las que había estado descuidando su propio entrenamiento, desgastándolo con preguntas simples y abusivas, íntimas, chocantes y vulgares, y al final de la noche siempre se sentía vacío y falso como las sonoras risas de aquellos inconscientes.
Por un momento, pensó incluso en volver de inmediato a la escuela, al amanecer, confesárselo todo a Nasrudín y comenzar de nuevo desde cero. Atisbó durante un brevísimo segundo que aquel hombre lo comprendería y a partir de allí subirían un gran escalón en el aprendizaje. Pero su ego pudo más y se largó antes de que el sol cubriera todo con su manto dorado y se enfrentó al desierto.
Pasaron quince años de altos y bajos; averiguó incluso que en una escuela muy lejana en el país del norte, donde la gente tiene los ojos muy rasgados, se enseñaba que una falta cometida en tu nación te condena por karma a estar una generación fuera del lugar, y una falta de despecho contra tu nueva nación, a otro tanto en ese nuevo lugar.
Trabajo en los más diversos oficios y cada tanto tuvo, durante un tiempo algún alumno; antes de que pasaran los primero tres años, abandonó por completo el uso de a vara. Comprendió, trabajando como zapatero sin desearlo en su corazón, rabiando todo el día en contra de su propio oficio pero sin poder abandonarlo, que no se trataba de los instrumentos que uno utilice sino de cómo los utilice y que daba lo mismo que se tratara de una vara o de un martillo.
Cuando se cumplieron aquellos quince años, y sin haber logrado gran cosa como maestro espiritual, un día inspirado, al asomarse a la puerta de su casita, miró al horizonte y sintió que su patria lo atraía nuevamente. Calculó cuanto tiempo había pasado y que edad tendría ahora Nasrudín y determinó que bien valdría la pena volver y llevar a cabo aquel acto, quizás osado, que desde hacía varias noches lo acosaba en sueños.
Atravesó el desierto y llegó a su patria a lo largo de muchas jornadas, llegó hasta la casa de Nasrudín, rodeada de multitud de alumnos serviciales y llenos de vida que trajinaban arriba y abajo. Atravesó aquella masa humana valiéndose de su edad y llegó hasta las primeras filas, donde atentos alumnos escuchaban las lecciones de aquella tarde, el maestro parecía más viejo pero su sonrisa era mucho más acusada. No detuvo su parlamento por su presencia aunque le dedicó una mirada.
No pudo aguantarse, se acercó a la primera fila, buscó un modo de abrirse camino, se acercó al ámbito del maestro y dejó delante suyo la vara que tantos años antes se había llevado; éste sonrió y señalando con una mano en toda su extensión un lugar de las primeras filas pidió con el gesto que le hicieran un lugar en aquella zona.
El alumno se sentó en aquel sitio, se arrellanó, se puso cómodo y se dispuso a escuchar, a dejar al fin que las palabras hicieran su efecto en todo su cuerpo, en su conciencia. Respiró entonces sin ninguna expectativa; aquel estado, ahora lo recordaba, sobre el cual la voz de Nasrudin tanto y tanto insistía y parecía que solo ahora por primera vez estuviera oyendo esa recomendación tan y tan repetida.
El maestro en ese momento decía:
—Todo sucede en el momento exacto, justo ahora me venía bien esta vara para explicar lo que a continuación voy a detallar. Hablábamos acerca de cuándo es conveniente continuar la enseñanza y cuando abandonarla, de cuando retornar y cuando uno sabe que realmente está preparado. Hablábamos también de que el vínculo entre el maestro y el alumno no se pierde porque la naturaleza de la vida continúa enseñándote y estés donde estés, con los conocimientos intangibles que aquí absorbes, continúas aprendiendo. Algunos tardan más en bajarse del burro del ego, otros tardan menos, pero al final, todos nos encontramos en el camino. Y aunque no lo sepamos, en el camino estamos, pero no porque cabalguemos en un jamelgo o porque lo hagamos en un lujoso carruaje sino por cómo manejamos la conciencia durante el trayecto. Entonces, como iba diciendo.
Héctor D’Alessandro
Escritor y coach. 
Escuela Internacional de Coaching de Xalapa

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