viernes, 10 de noviembre de 2017

El Coaching y las crisis del capitalismo tardío. Héctor D'Alessandro


Dice la profesora Diana Uribe en uno de sus excelentes videos de historia mundial en Youtube que la civilización china acabará ejerciendo cierto modo del poder en la totalidad del planeta,  debido a que su modo fundamental del pensamiento procede del taoísmo; justamente debido a esto es que el pensamiento dialéctico marxista prosperó en aquella geografía, con su esquema fácil y comprensible (así como emparejable  con el taoísmo) de la tesis, la antítesis y la síntesis a las que, en una ola dialéctica permanente, está sometido el devenir histórico.
Para el modo de trabajar con el propio cerebro —que no otra cosa es el “pensamiento”— propio del taoísmo, la plena potencialidad está allí siempre en la superficie de los objetos: un objeto o un evento puede devenir en un resultado o en otro diametralmente opuesto, y como deriva de esto, quien permanezca abierto a la múltiple potencialidad gana la partida. En Programación Neurolingüística se dice que quien domina la mayor cantidad de opciones, domina el sistema. El Occidente racional ha reducido esto a una conocida fórmula popular que se dice con bastante desenfado en las universidades, y es aquella de que “la información es poder”; hoy se puede afirmar que también constituye, no solo una fuente potencial de poder, sino una fuente potencial de inutilidad total.
En nuestra propia tradición creada de pensamiento occidental, la escuela de los sofistas y sobre todo Anaxágoras, es quien se hermana de un modo natural con la tradición oriental, concretamente china. Con aquella idea, convertida en máxima totalmente incomprendida de “el hombre es la medida de todas las cosas” que es rápidamente comprendida en nuestro paradigma como una fuente de poder para la raza humana. Cuando es solamente la capacidad de dar nombre a las cosas y a los eventos.
La actitud taoísta es o sería: dejemos que las cosas sucedan y luego veremos cuál es el nombre que decidimos para acompañarlas. Un auténtico judo mental por el cual, de la fuerza de las cosas, yo decido su definición para acompañar con esa misma fuerza a mi propio movimiento con las cosas y los eventos.
La doma educativa occidental ha convertido a las personas en unos seres supuestamente “pensantes” que se han dejado de lado la capacidad de espera magnifica a que las cosas se muestren. Quizás solo sean las clases políticas las que han mantenido en ejercicio esta posibilidad de acción del sistema nervioso. De ahí su constante cambio de discurso acerca de las cosas que es tomado como una suerte de cambio de principios por las masas adoctrinadas en un pensamiento que no es el de las élites. Al pueblo, a través de las escuelas de adoctrinamiento social se le enseña a pensar por razones y posibilidades racionales y de acuerdo, como máximo (pero esto en niveles universitarios) con niveles de análisis multivariados. Los modelos que contemplan la acción de un número amplio de variables, que se cruzan para producir redacciones interpretativas, no nos acerca ni mucho menos a un modo de vivir en el que nuestros modos de pensar estén en relación de congruencia con nuestros modos de vivir.
Este entrenamiento social del pensamiento está en la base del ponderado deseo de éxito que nos lleva a una incómoda presencia en cada una de las etapas de nuestra vida, logrando así que las personas no estén nunca contentas donde están y quieran estar en otro lado.
En la famosa novela “El hombre que se enamoró de la luna”, de Tom Spanbauer, cierto personaje indígena estadounidense declara no soportar a los hombres de raza blanca, por no estar nunca aquí sino pensando en algo que van a hacer.
Dicho en términos zen, que es la escuela que nace en China de la original combinación del tradicional taoísmo con el budismo que venía de la India, utilizan la cabeza, los occidentales, para llenarla de contenidos. Y olvidan vaciarla para que nazca el mundo lleno de potencialidades.
En el ámbito espiritual, por ejemplo, a veces una persona, aquejada de graves enfermedades o al borde ya de la despedida final por el accionar de la propia edad senil, visita, con su ordenada mente racional llena de contenidos interpretativos y regidos estos de acuerdo a objetivos, a algún tipo de maestro para que lo “sane”, y resulta que la sanación mejor es que muera ya de una buena vez, en paz.
Los parientes del cliente, en caso de que sean los motivadores de tal extraño tipo de visitas, hay un normal deseo de que la persona continúe viva, pero no para sí misma, sino para ellos. Con esos contenidos consultan. Y se enojan y buscan la garantía, como si su pariente fuera una lavadora o algún otro tipo de electrodoméstico. La vida y la muerte son inevitables; y la muerte y los sucesos negativos, como parte de la vida, también.
Recuerdo un proceso de “sanación” de un hombre hace ya unos veinte años, que, en su caso, implicó más y más y más pérdidas, la ruina total y la recuperación por su parte de todas sus fuerzas dormidas para volver a vivir con fuerza y dignidad. No era yo quien guiaba su proceso, pero recuerdo que el maestro que lo hacía, de quien yo era alumno, lo guiaba con energía y límites precisos y sin ceder ni un ápice durante los momentos más duros en cuanto a exigencia.
Aquel hombre era un agente de bolsa y estaba acostumbrado a un tren de vida descomunal; tenía varios coches, un apartamento de trescientos metros cuadrados en una importante ciudad española, una esposa valorada por lo bella que era y por su honrosa procedencia social; con ella tenía dos hijos pequeños y el hombre se gastaba miles y miles en cocaína para poder mantenerse en el nivel de auto exigencia que se había impuesto. Por esos años se había producido un famoso crimen múltiple, en el cual otro empresario, muy adinerado, quebró y al verse en la ruina, no se atrevió a confesarle la situación real a su esposa, decidió en cambio tomar y tomar dinero de sus clientes hasta provocar un agujero financiero insostenible equivalente a unos treinta y seis millones de euros. Ahogado por el sofoco monetario y sin valor para confesar a su mujer la situación, mató a su joven y bella mujer y a sus dos hijos de no más de diez años de edad. Esta anécdota, obraba como una maldición, entre muchos integrantes de la clase alta española que, como nuestro conocido, se veían en la bancarrota.
Aquel hombre, en cambio, optó por la vida y se fue a ver a nuestro querido maestro. No conozco los pormenores, absolutamente privados, del trabajo que realizaron juntos, pero sí sé que aquel hombre durante meses, casi un año, envejeció y rejuveneció varias veces, fue viendo su declive, comenzó a aceptarlo, abandonó ciertos consumos nocivos, afrontó con valor la vergüenza que él experimentaba y confesó a su mujer la situación a la que se verían enfrentados. La mujer lo abandonó y se llevó a los niños, sacó de algún reservorio que tenía guardado toda una serie de recriminaciones, dolor, rabia, juicios, denuncias y ofensas y se las echó a la cara y, a pesar de ello, él no murió ni se abandonó, solo respiró profundamente y cada día enfrentó el hecho de presentarse a nuevos juicios, vender objetos hasta ahora preciados, deshacerse de la utilería que constituía su vida hasta ese momento. Y en las sesiones colectivas de la enseñanza, en las que coincidía con él, lo veíamos cómo cada día le costaba más intentar aquella máscara a la que nos había acostumbrado desde que lo conocíamos, por la cual “todo iba bien”, su rostro se llenó de dolor, de un dolor que parecía iba a destruirlo y en algún momento hizo el famoso “click” por el cual rompió definitivamente su identificación con todo aquello que le sucedía y entregó el tráfago de eventos al rio poderoso de la vida para que lo arrastrara y se lo llevara en su potente cauce. Rompió en definitiva con los contenidos y con las expectativas subsecuentes. Se marchó a vivir a un apartamentito modesto en un barrio popular de su ciudad donde llenó, los armarios y varias cajas, en su mayor parte, con toda su ropa lujosa, elemento central de su disfraz social que le permitía en otro tiempo abrir las puertas y los contactos necesarios. Comenzó a pagar sus deudas multimillonarias. Para negociar esos pagos le fueron muy útiles sus capacidades vivas de negociador, solo que ahora no engañaba a los otros y sobre todo no se engañaba a sí mismo.
Había sido, dijo en una sesión colectiva inolvidable —para mí—, un miserable con ropa y coches caros. Y ahora, reunido con un heterogéneo grupo de personas de las más diversas extracciones sociales, confesaba con mucha sinceridad, que se sentía rico. Recuerdo, en la rueda del compartir, que un chico declaró cuando le preguntaron qué sentía: “Siento placer de que le vaya mal, y entiendo que esto es lo que me mantiene frenado, el odio que siempre sentí y me inculcaron en mi familia contra los ricos; en el fondo: pura envidia”. Se le agradeció su particular descubrimiento y recuerdo la reacción de nuestro amigo aparentemente “en desgracia”: “Tal vez yo me odiaba más a mí mismo que nadie. Por eso vivía como lo hacía”. Recuerdo sobre todo la sinceridad extrema de cada uno para consigo mismo. Y el poder respirar con amplitud a esa altura.    
En cada respiración inalterada por los sucesos externos, o alterada, pero con creciente conciencia de esa alteración, se abre paso el mundo de las potencialidades infinitas, ese mundo en el cual la medida de lo que sucede en mi entorno, es un nombre que yo le adjudico a ese mundo y a esos eventos.
En los sucesivos meses y sesiones, aquel hombre se inventó un nuevo modo de vida más a su medida y más sano para él y para los otros, algo en lo que se encontró cómodo y que realmente le gustaba desde siempre, abrió una pequeña cadena de comidas. La clave de la cadena era un elemento simbólico que a él sí lo removía, la cocina estaba instalada en medio del restaurante a la vista de todos los comensales, esto implicaba un gasto extraordinario en excelentes aparatos de extracción de humos con el objetivo de no saturar la ropa de los clientes con los aromas de la comida. Para él significaba muchísimo y cuando presentó el plan al grupo sus ojos brillaban de gozo, significaba que ahora estaba a la vista, que era transparente y que si un cliente se disgustaba con un sabor o se indigestaba con algo, él estaba allí para hacer frente y responder; algo que en su modo de vida irresponsable anterior nunca había experimentado. Todos recordábamos cuando vino por primera vez, y el maestro luego de escuchar atentamente su caso, le dijo “Muy bien, toma asiento y respira, de momento has logrado convertirte en un miserable y un farsante, vamos a ver qué sacamos de ti”.
Estas expresiones no le sorprendieron, no tenía nada que defender de su antiguo ego, el cual había decidido tirar a la basura junto con todas sus particulares creencias; aparte de que como “bussines man” estaba acostumbrado a llamar a las cosas por su nombre y no andarse con estúpidos rodeos. Algo que muchos de nosotros, hijos de la clase media asustadiza y veleta, deseábamos aprender: salir del continuo auto engaño.
Por esos días llegó a Barcelona Bob Mandel y en un glorioso taller me espetó a la cara el siguiente feedback: “tu estas en una actitud de autocomplacencia”. Yo me quejaba de no tener disciplina para conducir mi propia empresa. Me preguntó si alguna vez había trabajado para otros, como empleado, durante ocho horas, mi respuesta fue “no”, solo un par de ocasiones y nunca más de unos meses. Su terapia para mí fue que me empleara en una empresa de lo que fuera, e hiciera las ocho horas para aprender autodisciplina. Así me metí en un proceso que duró más de los tres años recomendados. Pero aprendí, entre otras cosas, además de los continuos engaños del ego, a trabajar por un bien mayor a mi humilde personaje quejoso, a hacer frente a las personas que vienen con malas intenciones y solo poseen como recurso esas aviesas actitudes. Aprendí a preguntarme en cada caso cual es el bien mayor, que a veces implica pasarlo mal durante un tiempo. Observé cómo mi ego indoblegable se rehusaba a participar. Se la pasaba diciéndole a todo el mundo que estaba allí por un tiempo por un motivo terapéutico. Es decir: estoy en este pantano pero no me voy a ensuciar. Y un día, cierto señor bastante desagradable me soltó a la cara: “sí, todos dicen lo mismo y acaban muriéndose aquí antes de jubilarse”. Qué golpes para un ego joven y sólido. Entendí en mis carnes aquella famosa frase de Gandhi en la cual dice que la mayor parte de las cosas que hacemos a diario son inútiles, pero hay que hacerlas. Y llegué a hacerlas con autentico disfrute. Mientras me preparaba y me preparaba sin cesar en las más diversas disciplinas espirituales y de coaching. Recuerdo que un día me encontré con el antiguo agente de bolsa. Me invitó a comer, le conté mi caso. Me dijo, me haces acordar a mi cuando no quería mezclarme con ciertas personas, no aceptaba que estaba donde estaba, y mientras no aceptaba que estaba donde estaba, no podía ver otros escenarios. Esto nos pasa, agregó, a quienes crecimos sin religión. No tenemos un hilo de sentido debajo que nos guíe, tenemos que recuperarlo o inventarlo. Pero no te preocupes, te veo bien y enfocado. Pronto verás que fácil es volar.
Aquel día di las sesiones que daba en mi consulta en casa, con renovado ánimo. Los clientes lo veían, porque me preguntaban si había recibido buenas noticias. Recuerdo aquella tarde vagamente nublada, como si hubiera estado todo el tiempo envuelto en una nube de algodón mullida que me protegía y me guiaba y me aportaba una consistencia de nuevo tipo.  Estuve en trance todo el día. No solo inducía trance en los clientes sino que yo estaba e un amable trance autoinducido; el estado ideal que recomienda Erickson para trabajar las veinticuatro horas del día.
No peleaba con mi vida, estaba de acuerdo en estar donde estaba, un momento de mi experiencia vital. La plena potencialidad.
Al día siguiente me esperaban agradables noticias en el trabajo: me despedían y me pagaban la justa indemnización por los años trabajados. Aquella cantidad de dinero que yo deseaba ahorrar para potenciar mi consulta me la entregaban las fuerzas de la vida multiplicada. Y lo más fuerte es que me di cuenta de que en el fondo no necesitaba para nada esa cantidad. Que igualmente podría salir adelante. Había aprendido a cambiar, a guiar el cambio en otros, por dramático que a veces pareciera, y poseía una ciencia o más bien un arte que en el futuro mercado en plena destrucción y reconstrucción iba a ser una de las profesiones más requeridas, algo para lo cual la enseñanza de acuerdo a fines y de acuerdo a pasos racionales, no tiene respuesta. La respuesta que Habermas, en “Las crisis del capitalismo tardío”, identifica como la falta de significado; lo único que las agencias estatales no pueden proveerle al individuo.
Este, el significado, nace en el núcleo exacto de la plena potencialidad.
Xalapeños Ilustres 88, Col. Centro Xalapa Veracruz. México
Tels: 2281 82 88 84 & 2281 78 07 00

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