jueves, 7 de diciembre de 2017

Macuilxóchitl. Héctor D’Alessandro


De entre las grandes ramadas que bordeaban los cinco cerros, abriéndose camino entre arbustos, matas y grandes conjuntos arracimados de flores multicolores, emergía, cada mañana con grandes pasos que anunciaban su paseo luminoso, un racimo de dioses en sandalias, sembraban la tierra con indelebles marcas de donde brotaba la luz de los destinos. Macuilxóchitl, niño, se descolgaba del grupo para entretenerse embobado con el vuelo de una abeja que le hablaba con susurrante tino. El rayo, ahora lejano, envuelto en el terciopelo de las nubes, abría sendas en lo alto y mantenía, en esta hora, comunicación con la luz en el niño. Bajando a retozar en las aguas, rascaba con fruición las plantas de sus grandes pies sobre la gorda arena removida y secreta. Era la hora de la emanación. Brotan, siglos después, en ese momento coordinado con el épico calendario monumental en cuyo arco de movimiento perpetuo se orquestan las manifestaciones, susurros de humedad del cielo y de vapores de la tierra, formas arquetípicas que configuran los destinos. Ahora viven los hombres sobre Macuiltepec, viven hombres a la orilla y en el centro de Tlalmecapan; trasiegan sus mercancías y sus pensamientos por las empedradas callejas de Xallitic; van y vienen con sus cosas, caminando sobre piedras incorruptas y sigilosamente enterrada por Techacapan —un brote mayúsculo de esas piedras esconde, entre sus riscos anudados en la oscuridad de lo subterráneo, una historia que está por brotar, pero que, para ello requiere de ciertos conjuros que  duermen en la cabeza del dios, entre nubes de milenios, y se agita al claror de algunos de los señalados rayos— y por último entre las sombras de antiguas fieras que continúan caminando eternamente por la noche hasta antes mismo del alba, Tecuanapan esconde el ritual secreto del salto por encima de la propia sombra. En un códice oculto aunque públicamente exhibido, está la fórmula, escondida entre las grietas de piedra de una de las ingles de un león.
Antes de que llegaran los hombres que siempre desean estar en otro lado que aquel en el que se encuentran, los habitantes de Xallitic compraban pescado traído por transportadores que realizaban largos trasiegos desde el mar, recorrían los habitantes el centro del arenal; recorridos en su firme anatomía por las caricias del dios del sol que marcaba sus pasos con señales veloces y cambiantes. Macuilxóchitl, niño, andaba removido y juguetón entre las gentes antiguas y cabezonas, unido a la mente de su padre, todo el ancho de su visión estaba colmada de imágenes etéreas, luminosas y brillantes de las cuales brotaban y cesaban, de continuo, destinos y azares, herencias y cumplimientos a término. En esta arcadia impoluta brotaban los sentimientos sinceros y se cumplían sin postergación los destinos —eso que nunca entendieron los hombres vacíos que llenaban sus mentes del arbitrio de lo presente, los que nunca quieren vivir en ahora sino en lo que están pensando para mañana: anochecer, sombras, lluvia torrencial, mutar perpetuo de una naturaleza de flores envolventes. Por eso los llamaron “hueros”, esa palabra que aprendieron de ellos mismos, —“huecos” por dentro, “vacíos” a pesar del incesante remolino vibrante de la emoción que vino a poblar los senderos y los cruces de caminos y las casas bajas, para que rindieran el último de los exámenes del tiempo otorgado.
Posa su pequeño pie envuelto en la sandalia, Macuilxóchitl, niño, su cuerpo de tierno bronce se mueve con el amor de una alas que lo impulsaran; la marca de su paso está dada por la ausencia de aromas a su alrededor; si alguien pudiera entrar en su ámbito, comprobaría, de propia nariz, que viene, procedente del aliento del infante, una aroma antiguo, de más allá de los horizontes que fueron dejados atrás. La ceniza de volcán está presente en ese aliento, matizada por el dulce elixir que brota de la carnecita fresca de la garganta de un colibrí. La sulfurada sequedad absorbente del talco en la axila de los dioses mayores se derrama junto a la supuración sacrificial de las rosas en el crepúsculo. Xallapan. Días como piedras se sucedieron para la creación de estos olores. Dos hombres se disputan la pertenencia de un pescado y Macuilxóchitl, el niño rodeado de la ausencia de aromas, con su presencia provoca un vacío absorbente que calma el ámbito. La música cristalina de las piedrecillas agitadas por el torrente eterno, se detienen, el sol sonríe con cuatro rayos. Una señora que prepara las tortas, se aleja a una zona de arbustos a levantar la falda y regar la tierra. Cantan las hierbas en murmuración perpetua, recogen el amor de la orina. El vacío se ha terminado de crear en torno del niño dios de las flores, el pescado cambia de mano. Todo entra como en un trance palpitante donde la tarde espera agazapada para realizar su continuación. Los hombres siguen con su tarea de vivir; y más allá, bajando, como a tres cuadras, dos adultos cuidan de unos niños que juegan con pelotas y con cántaros. ¿Habrá horizontes detrás de los horizontes?, dice uno de ellos, que no se protege del sol en esta hora. No se les ocurre pensar que de allí llegarán un día los hombres huecos por dentro.
La tierra está marcada por los pasos de los dioses, en su paseo matutino entre los hombres; hollada por memorias de las cuales emergerán un día destinos, la tierra, alborotada, canta albricias porque la llenan de tareas, esos pasos.
Los hombres huecos por dentro que nunca quieren estar donde están, no saben, cuando caminan, por donde caminan; creen que han creado el camino con su caminar. No honran el camino para que les otorgue permiso para su nuevo caminar, que entonces, sin concesión, deja de ser nuevo, pertenece a lo oculto que se encuentra entre las piedras sumidas en lo oscuro en Tecuanapan. Poseídos como están de la fiebre del martirio, no ven cómo lo crean con cada una de las marcas de sus plantas ofendiendo a la tierra.
¿Habrá horizonte detrás del horizonte? Canta la piedra, metidos en el fondo de su inteligencia pétrea hay mensajes que se convierten en músicas de la tarde cuando chocan aventadas por los niños. ¿Habrá piedra en la piedra?
A esa hora, de lo alto de los cerros llega a jugar con ellos aquel niño dios a cuyo lado si te quedas quitecito y oyes el barbotar de los siglos semeja a acercar el oído a una caracola de las que traen los transportadores desde la orilla del mar. Les gusta jugar a esa hora; si detienen sus brincos y sus gritos alborozados y miran alrededor, todo el contorno de los cerros y las vastas extensiones los abraza y les regala la felicidad de estar en el hogar.
Choca la piedra contra la piedra y canta en el claro del terreno bajito, corre el niño dios y corren los dioses niños; arrastran sus pies, nuevos como flores recién mojadas por la lluvia y solo los detiene el diálogo horizontal y aéreo de las abejas que pasan apuradas a llevar nuevos recados de fecundación.
Atrás quedan los vapores últimos del enojo por unos pescados, una sombra en la mañana que adorna con sus voces el fondo músico y brillante de un discurrir eterno y quieto en el núcleo del reloj perpetuo.
Un día, un hombre con sombrero de paja llegará hasta ese sitio y renovará el pleito, caminando por allí como quien crea el camino con sus pasos. Antes, habían soplado los vientos de los pleitos de las tribus que procedían del norte y que ejercieron, con su dominación pétrea, la fuerza de sus razones. En el fondo del arco de los tiempos —solo medidos por los hombres— hay dos semillas doradas que se oponen y en entrabada lucha se germinan mutuamente, a veces se olvidan del amor que las motoriza. En la batalla hay un escondido amor; en la trabazón de las razones, hay un escondido amor; en el agua que desgasta la piedra y en la piedra que se le opone, hay un escondido amor; en la muerte que llega divertida a segar el tiempo, hay un escondido amor. Sólo el corazón de los hombres impide a veces que el agua de la eternidad y que brota del dolor, lo desgaste un poquito cada día para que brote el escondido amor. En el centro del amor, hay otra cosa, sin nombre y con fuerza propia, que brota, más allá del horizonte del amor. ¿Habrá horizontes más allá del horizonte?
Macuilxóchitl juega con los otros niños; su entretenimiento es una danza y un dibujo que avisa a los siglos venideros. La eternidad se vale de los niños para lanzar las saetas de sus mensajes. Y de las flores para suavizar la tarde cuando el dolor arrecia. Ellos no lo saben porque viven inmersos en ello, habitan una ciudad que es de las flores y que marca con su ciclo tenue el ritmo y el anuncio de una vida acolchada frente al embate del Tiempo Mayor. Bendecida en su origen, mira a otros lados y se pregunta que habrá detrás del horizonte.
A orillas de un lago cercano, dos hombres de la guerra se arrancan de las bocas unos besos que son pétalos y se penetran a esa hora con el asta de su carne, con energía, fuerza y pasión, hasta caer rendidos y estallar en risas, la boca y las oquedades llenas de la leche que atraviesa los siglos; la tierra se deja mojar y tiembla como la manta sacudida por las señoras en la mañana. Unas risas ponen entre paréntesis la prosa del atardecer, y le dejan su rúbrica al goce del dios que en ellos habita y que no han olvidado.  
Todo el ámbito se llena de la emoción que olvidan los hombres entre las piedras, sobre el agua, al lado de la arena, en los recovecos entre las casa; la felicidad es lo único eterno.
Pone la tarde, con la ayuda del sol, una alfombra de sombras frescas en las que va entrando poco a poco el vientecillo con el permiso de los dioses de cada sitio; llamado por su padre, y por las señales de ese camino de incipientes sombras, regresa Macuilxóchitl, en compañía de los otros dioses, camino tras camino, paso tras paso, en la vuelta a la cima para pasar otra noche de concentración en el útero cóncavo de la eternidad, caminan para el Macuiltepec que se abre y se cierra como una caverna muelle y tupida que guía su camino a la Gran Concentración. En la noche de los dioses se vive con intensidad y se une de nuevo el cuerpo manifestado con el Tiempo Mayor. Allí entra y sale de continuo el susurro que viene de la boca de las nubes —grandes contadoras de anécdotas chistosas— y se dejan, tras cada jornada, cociéndose en el gran fuego interior, los rescoldos de las memorias de la tierra y de la vida de los hombres.
Abajo, en el agua en la arena, duerme el corazón y se mantienen calientes las tortillas; en un punto lejano que se puede tocar con el solo alcance del dedito de ese niño dios, se agita y baila una llamita en una casa o en un patio. Avisa al caminante nocturno que, más allá del horizonte, puede haber otros horizontes, pero aquí hay una llamita muy vivaz que palpita con la fuerza de la Vida Mayor.
Mañana en la mañana, se avivará el suelo, arremetido nuevamente por el sol, se erizará de sequedad en tortas de barro secas que se cerrarán como bocas que brotan de la tierra, besando los pasos de quien camina. El niño dios saldrá a recorrer el ámbito y a dejarse acariciar por sus flores; seguirá caminando con sus zapatillas de gran talla de dios, seguirá caminando en espera de que alguien rinda el tributo debido a la alegría de vivir; harto de la muerte, harto de los temblores del miedo, alguien bailará para homenajear a los dueños creadores de la tierra que no creen haberla creado porque brotan de ella como otras flores y se regocijan en ser solo uno con las esas mismas savias. Alguien danzará para acabar, bajo el tamborileo de sus zapatillas en el suelo, con el día del Gran Terror. A las orillas de cualquier callejuela, alguien pondrá una vela por los dioses y mirándola dejarán que le broten unas lágrimas sin nombre, hasta que una vez escurrida esa primera capa de agua interior, brote del corazón esa fiesta innominada de donde salen la alegría, la creación y también las flores.
Al final del tiempo del Gran Terror, los hombres se mirarán como recién despertados por la mañana y se acordarán de que la felicidad es lo único que es eterno y de que bajo los suelos del gran Xallapan vive y hace temblar la sangre Macuilxóchitl.

Xalapa, en los últimos tiempo del gran Terror.
(P.S. Hacía tiempo que deseaba rendir este homenaje a la ciudad de Xalapa; continuará con otras creaciones sobre la mitología que envuelve su grato, interesante e intenso origen. Mi propósito grande es "darle su lugar" a este momento histórico ineludible de la ciudad. Dedico este relato a Norma Angélica Portilla Reséndiz. Una heredera natural de los dioses que dieron origen a Xalapa.)